Con mi voto decidido hace tiempo, yo hoy reflexiono sobre otra cosa que siempre me ha llamado mucho la atención: el hecho de que haya gente -y mucha- que renuncie a ese, un derecho que no existía en España hace no tanto tiempo, y que, con esta actitud, demuestran no valorar en su justa medida.
Por supuesto, cada uno es libre de votar o no. Pero el renunciar a hacerlo esconde detrás muchas veces un desinterés reconocido: "yo no entiendo de polítca", "no me gusta", "me da igual"; o bien una segunda línea, la de restar valor al propio sufragio: el "un voto no cambia nada" o el "total, si no van a ganar...". Queramos o no, las decisiones de los políticos repercuten de una manera u otra en nuestras vidas, ¿cómo no va a interesarnos? Otro argumento es no votar por estar en desacuerdo con el sistema - "no me representan"-, pero los que basan su decisión en esto deberían pensar en que el abstenerse de participar dificilmente va a ser una vía para cambiar algo.
La indiferencia no suele ser la misma ante medidas impopulares o polémicas que nos tocan de lleno. Pues, desde mi punto de vista, el que renuncia a votar lo hace también, de algún modo, al derecho a quejarse -eso para lo que todos andamos tan rápidos siempre-, ya que ha renunciado a hacer lo único que estaba en su mano, por poco que fuera.
La alcaldía de Santiago se decidió por un puñado de votos en las pasadas elecciones municipales de mayo. Seguro que muchos que se habían quedado en casa se arrepintieron. No vale lamentarse el lunes de un resultado en el que no has querido influir, porque quizá, con todos quienes se han desentendido, algunas cosas podrían ser distintas.
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