La semana pasada veía los típicos reportajes post-última jornada de Liga de Primera División. Es uno de tantos temas que se repiten todos los años en determinada época, aunque en este caso, al menos, suelen cambiar los protagonistas. Lo que hay siempre es unos que ríen y otros que lloran, según hayan conseguido o no sus objetivos -el título, la clasificación para una u otra competición europea y la permanencia-. Parecido escenario ayer tras la final de la Champions entre Chelsea y Bayern. Y mientras lo veía, me preguntaba yo si mi equipo -el Celta, por si cae por aquí algún despistado- será este año de los que lloran -a lo que estamos bastante acostumbrados- o nos tocará por fin sonreír.
El Villareal vivió el descenso más inesperado, mientras el Málaga se clasificó para la Champions por primera vez en su historia |
Sé de mucha gente a la que le parece absurdo llevarse disgustos por un deporte que, al final, ni nos va ni nos viene, en el sentido de que ni nos pagan ni va a cambiar nada en nuestras vidas en función de uno u otro resultado. Tienen razón. Las lágrimas de ese niño del Villarreal de la foto no merecen la pena, y lo que rodea al fútbol es un circo donde se mueven cantidades astronómicas que, si se piensa, merecen todo el rechazo del mundo. ¿Pero y lo feliz que va a ser ese niño cuando su equipo vuelva a la máxima categoría? ¿Y la alegría que me llevaría yo si el Celta asciende este año?
Balaídos, el día del último descenso del Celta de Vigo, en 2007. Debajo, durante el encuentro disputado ayer |
Los deportes tienen, para los que nos gustan, la capacidad mágica de hacernos disfrutar y sufrir. En Segunda quedan ahora tres finales hasta decidir el futuro de los equipos que se juegan algo. Puede pasar de todo, pero si nos toca llorar, nadie nos quitará la esperanza de ser el próximo año de los que sonríen.
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