La etapa del conocido como EuroCelta me pilló de niña. Pese a tener celtistas (y mucho) en casa y en la familia, no fue hasta los diez o doce años cuando empecé a aficionarme más allá del declararme celtista de boquilla. El primer paso fueron unas entradas regaladas en el colegio -tuvo que ser en la temporada de la segunda clasificación para Europa en la historia, en 1998 o la anterior, no lo sé a ciencia cierta- que me llevaron a Balaídos por primera vez. El caso es que después vinieron los mejores años, no solo de eliminar o golear a grandes, sino de afrontar cualquier partido con garantías, fuera contra quien fuera. Se hablaba -aunque mi memoria no alcanza, ahora lo veo a menudo tirando de hemeroteca- del Celta como candidato a todo. Y ahí ya no me perdía un partido, ya con mi primera bufanda como un gran tesoro que guardaba igual que cada entrada de partido al que iba o cada artículo celeste de los que con frecuencia regalaban con los periódicos.
Foto: Xoán Carlos Gil (La Voz de Galicia-Grada de Río). |